Devoción matutina para Jóvenes 2019 – Volando alto
Acuérdate de tu Creador en los días de tu juventud. Eclesiastés 12:1.
Cuando tenía veinte años, viví lo que dice Salomón en el texto de hoy: Entregué mi vida a Cristo y a los pocos meses me fui al colegio adventista, a dos mil kilómetros de mi casa. Yo, que solo había ido una vez a Veracruz, a 180 kilómetros de mi pueblo, porque iban a operar a mi padre, y al tercer día me había regresado, ahora me iba para siempre. No estaba consciente de eso. En el pueblo no había futuro. En la empacadora de piña donde trabajaba, me pagaban 30 pesos (2.40 dólares) al día y me exigían laborar los sábados, pero me negué. Tenía que emigrar.
Dos años después volví de vacaciones, y todo había cambiado. Mi padre había vendido mi caballo, mi hermana se había escapado con un seductor, y mi novia se había casado con uno de mis amigos.
Cuando mi padre me dijo que le había vendido el caballo a un circo, pensé que el pobre jamelgo iba a tener mejores días; pero cuando me enteré que lo había vendido para alimento de los leones, me dolió. También me dolió la ausencia de mi hermana, pero más me dolió mi novia. Entonces recordé que en el mundo había tres mil millones de mujeres, y me sentí mejor.
En realidad, ella fue más mi novia de lo que yo fui su novio. Yo la amaba, pero ella no. Me aceptó porque le rogué bastante, y por insistencia de un primo suyo que era mi mejor amigo. Cuando me dio el sí, nunca más la busqué. Yo pensaba que eso era el noviazgo: la tenía en lay away, apartada, para cuando pudiera mantenerla. Entonces me casaría con “la princesa de mi barrio”. Ahora ella estaba casada con mi amigo Ramón, y se habían ido a la Ciudad de México.
Cuando volví al colegio, decidí curarme la nostalgia trabajando y estudiando. Para sanar mi corazón enamorado y mal correspondido cambié de amor, del amor eros al amor ágape. Busqué a Dios. Observé quién era el joven más piadoso del colegio, lo busqué, y organizamos un grupo de oración. Cada noche, cantábamos y orábamos durante una hora en la capilla del colegio.
Esa experiencia me marcó para siempre. Fueron cuatro años en la antesala del cielo: trabajo, estudio y oración. Buena mezcla. Mi corazón cantaba. Había probado el sabor de la felicidad, y me había sabido a miel.